jueves, 5 de agosto de 2010

Cómo ser una homeless en un Corolla del 99


La noche empieza bien. Es la una y media de la madrugada y acabo de apagar el motor del coche a veinte metros de la puerta de casa, después de nueve horas trabajando y tras 12 kilómetros conduciendo a 4.500 vueltas. La banda sonora del trayecto la ha puesto Vanessa da Mata. Sonrío al cerrar la puerta y recoger el retrovisor. Un sitio libre en Chueca a estas horas bien vale una sonrisa.
Primeras comprobaciones mentales: tabaco en el bolso y un par de cervezas en la nevera.
La llave del portal entra a la primera, el ascensor está en el bajo, la ducha tibia, el gato tranquilo y las cervezas heladas.
Primera calada y primera cerveza para contestar un par de correos. Tengo que atender a los amigos, me digo.
Ya pasan de las dos y llega la hora de la segunda cerveza, momento que aprovecho para leer un par de cuentos en el blog de un colega. El tipo ha mejorado, me digo. Una cosa me lleva a la otra y me da por pensar en un cuento mío. Por ver si de una vez me pongo las pilas y dejo de hacer el vago. Tomo un par de notas sobre ideas que me rondan la cabeza y me levanto para ir al baño.
Este mes la regla me está matando. Y mi organización doméstica también, porque no hay ni un tampax en la casa. Me convenzo de que con el rollo de papel higiénico que queda podré pasar la noche. Seis horas y media hasta que abran “el Dia” me parece un cálculo razonable si no me muevo mucho.
Pero ahí es donde cometo el primer error y decido moverme. Para pensar bien en las ideas del nuevo cuento me recuesto en el sofá y pongo la tele distraída. Veo que la película que ponen “a continuación” es “Anatomía de un asesinato”. Dudo entre disfrutarla por enésima vez. o volverme al ordenador. Segundo error: me quedo a verla, para lo cual mi cuerpo, adicto a disfrutar, me pide otra cerveza. Hurgo en la nevera –y lo de hurgar es literal- pero no hay más cera que la que arde.
Hago un cálculo rápido: a las tres de la mañana todavía está mi amigo el chino vendiendo birras ocultas en los cubos de basura apenas a 50 metros de casa y llevo dos euros en el bolso. La equivalencia es fácil: dos euros, dos cervezas.
La certeza de ver a Otto Preminger con dos cervezas mueve mis pies hacia las chanclas de la playa. El vestido que llevo, si se le puede llamar así, cubre lo suficiente como para recorrer 50 metros, así que no me cambio.
Y las cosas siguen yendo bien en esta noche de miércoles. No tengo que esperar al ascensor en mi rellano, la luz se enciende a mi paso en el portal y mi amigo el chino está en su esquina habitual. Le pido dos cervezas y me regala una. “Por ser cliente habitual”, me dice.
Así que vuelvo a casa. Pienso en James Stewart a punto de interpretar en mi tele, sólo para mí, a mi abogado favorito. Pienso en lo que mola conducir. Pienso en que tengo un trabajo. Pienso en la música. Pienso en que en dos minutos no importará mi dolor de regla porque me tomaré un espidifén disuelto en Mahou cinco estrellas. Pienso en que, a veces, las cosas buenas de la vida son tan sencillas como que la llave del portal entre a la primera.
Y aquí llega el tercer error. No hay llave del portal. Por más que vuelco el bolso sobre la acera de él son salen sonrientes las llaves de mi casa. Visualizo el momento en que las dejé junto al lavabo en lugar de en el bolso. Nunca cometo un error semejante, pero siempre hay una primera vez para todo.
Pienso rápido. La primera opción es Nieves. Vive a 70 metro y tiene llaves de casa. El problema es que está en Valencia. No viaja nunca, pero ayer se fue a Valencia.
A Pedro lo descarto. Tiene el móvil apagado y ahora sólo sale un día de cada tres.
Tengo otra opción. Fernando no tiene llaves, pero vive cerca y sale mucho. Tal vez ande por ahí despierto y me eche un cable. No contesta. Dejo mensaje.
Veo mi coche en la acera de enfrente. Las llaves están en el bolso. Estoy segura. Lo compruebo y respiro por tener un primer refugio en el que trazar la estrategia siguiente. Mi mente trabaja rápido bajo presión y el aparcamiento que veo justo frente a mi portal me hace encender de nuevo el motor, conducir marcha atrás y ocupar el hueco quemando rueda. Niquelado: a dos centímetros de la acera.
En mi creciente transformación hacia un James Bond de pacotilla, cambio el cd de Vanesa da Mata por el de los Blues Brothers. En esta situación necesito un poco de rock and roll. La música me vuelve intrépida y se me ocurre que si un vecino golfo entra en la casa yo estaré ahí para verlo, le pediré que me espere, subiré con él en el ascensor y me colaré por el tejado sin decirle que voy a hacerlo. Sé perfectamente cómo se entra a casa desde el tejado. Tuve un novio que lo hacía cada vez que se dejaba las llaves dentro de casa. Los ex novios sirven para muchas cosas. Eso y recordarles, claro.
Nadie entra. Nadie sale. La luna decrece como lo lleva haciendo los últimos 10 días. Un chaval de 25 vomita su último cubata sobre la acera. La chica que se lo quería ligar le pasa una mano por la espalda mientras con la otra pone un mensaje a su mejor amiga para que vuelva. Miro la hora en el móvil. Las cuatro y diez. Mi cuerpo me avisa de que la tapicería está a punto de volverse roja. En la tarjeta de crédito deben quedar 100 euros. Un hotel me salvaría. Pienso rápido. ¿Tendrán tampax en el hotel? ¿Llevo el DNI para que me hagan la ficha? Pienso en las tres cervezas que llevo en el bolso y abro una. Me enciendo un cigarrillo. Pospongo la decisión.
Escuchando a las Uppitty Girls veo la luz. ¿Y si el que está a punto de ser el ex de mi amiga Nieves, que está en Valencia, está en casa de ella y le puedo despertar y por casualidad –si ella no se las ha llevado en el bolso- están las llaves de mi casa donde ella suele guardar las llaves? ¿Tal vez entonces podría entra en casa?

Son las cinco y media de la mañana y estoy en casa. La noche empezó bien y termina mejor. A medio día me llegarán los mensajes de los amigos que me preguntarán si todo salió bien y si necesito alguna cosa. Entonces yo les diré que
quién necesita nada teniendo un Corolla del 99.

martes, 3 de agosto de 2010

Sobre gatos y monitores

La verdad es que vivir con un gato no arregla nada.
No habla contigo cuando llegas a casa del trabajo; no te prepara un baño caliente con velas; no hace el amor contigo al salir de la ducha y, por supuesto, no te cocina el desayuno por la mañana.
Todo el mundo debería saber que vivir con un gato no arregla nada.
A veces lo parece.
Cuando llegas a casa del trabajo te olisquea los zapatos y tú le das una caricia; al entrar en la bañera te mira desde lo más alto de la porcelana y tú le sonríes; durante el momento onanista permanece a tu lado y, al acabar, le dices: "¿dormimos un rato?"; y, por supuesto, cuando invoca un trozo de jamón mientras cocinas los huevos revueltos de la mañana, se lo pones en el hocico porque sabes que le gusta.
Son los equívocos naturales de vivir con un gato.
También vivo con un monitor de 60 pulgadas en medio del salón y me pregunto si espero que se levante, camine y me siga como Wall-E.
Definitivamente, ni gatos ni monitores arreglan nada.