Unas horas antes, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, sesenta y ocho hombres y mujeres se lanzan al mar en una neumática en la que sólo caben diez. Llevan seis meses cruzando un continente, que es todo negro, blanco y verde, a pie. Un total de ciento ochenta días, de los cuales, aproximadamente, el diez por ciento, se utiliza para curarse los pies sobre los que se camina. Treinta y seis horas a la deriva después de un embarque imposible, sólo quedan dieciocho. Las cuentas salen: catorce cuerpos rescatados y, el resto, hasta cincuenta, comida para los peces.
Casi al mismo tiempo, desde un garaje oscuro de Kabul, unos tipos salen en coche con aspecto de darse un paseo. Veinte minutos después, hacen estallar una bomba en medio de una calle concurrida. Al día siguiente, entierran a cuarenta afganos en algún cementerio polvoriento.
La televisión va dando cuenta de los "sucesos" con una cadencia y un orden perfectos. Son cosas que suceden a menudo. A mayor número de muertos por "suceso", menor número de directos.
Joder, tía, las matemáticas no mienten. Te salen noventa muertos y un hombre en estado crítico en sólo doce horas por negligencias del sistema. No está mal, piensas, si lo comparas con lo que fueron las invasiones bárbaras. Sabes que hubo tiempos peores.
Que el mundo mejora, está claro. Pero yo te pediría que, o calculas con exactitud el impulso y los kilómetros que te separan de esa luna llena del sur, o te des la vuelta y haces algo por lo que merezca la pena morir.