viernes, 19 de enero de 2024

Vivir sin gato

Vivir sin gato tiene sus ventajas. De pronto  descubres, en medio de la noche, que ya no te despiertas porque el gato arañe el cabecero de la cama. Tampoco se pasea por tu cabeza dos horas más tarde para recordarte que, en su manera crepuscular de ver la vida,  las noches no son eternas. Ni para él ni para ti. El gato tipo tiene la costumbre de convertir el sueño en vigilia. 

Dormir del tirón. ¡Que privilegio!  

Luego, cuando despiertas sin gato y resulta que la mañana tiene el color plomizo de las mañanas de lluvia, te das cuenta de que ahora te levantas con más energía. Ya no tienes a nadie en el colchón ronroneándote sobre lo bien que se está en la cama y lo mullido que es el edredón. Mejor la ducha que el frío de las sábanas sin gato, te dices, y te lanzas a una lluvia de agua que solo tú ves caer. 

Llegar pronto al trabajo. ¡Qué alegría para mis jefes!

A la hora de la cena hay una ventaja adicional. Una vez que superas entrar en casa sin que el gato se enrede ente tus piernas, puedes comer todos los langostinos que quieras. Nadie te va a mirar con ojos de chantaje para que le des la cola o el caldo de la lata de berberechos que te has abierto con una buena botella de vino blanco.

Más marisco para mí. ¡Qué afortunada!

Y luego, si tienes que sacar la basura, no andarás con cuidado por si él se descuida y se queda fuera de casa. No hará falta poner en alerta a una legión de amigos para que busquen bajo los coches dónde coño se ha escondido el gato. Ni tratarás de hablar, como si estuvieras loco, con alguien que no te entiende sobre lo bonita o lo fea que es la vida. Ni habrá más nevadas en la ciudad, ni más cajas de arena en el patio, ni más confinamientos eternos y felices, ni más pelos en la manta, ni más primaveras en la hamaca, ni más juegos en el grifo del lavabo, ningún arañazo más. 

La verdad, la vida sin gato tiene un montón de ventajas. Ahora duermo como un payaso.



martes, 24 de octubre de 2023

Manzanas que son rebeliones

Harta como estoy del horror que arrojan las noticias cojo las llaves del coche, el carné de conducir y cierro tras de mí la puerta de casa.
Pelín airada, reconozco. Airada por tener que salir a buscar el hogar que me niega el televisor.  
No soy de las que se enfada con facilidad, pero hoy me hierve la sangre porque, como cantaba Kasie O, no puedo sonreír decentemente ante el hambre y el dolor de tanta gente, así que agarro las llaves, el carné y la furia y me piro de casa.
Enciendo el contacto, espero, giro un diente de llave más y el coche arranca. No sé a dónde ir. El coche tampoco. Nos parecemos.
    Ni él ni yo pensamos, pero el asfalto comienza a deslizarse bajo las ruedas y nosotros nos movemos con él, eligiendo el sentido contrario a las agujas del reloj: primera a la izquierda,  primera a la izquierda y primera a la izquierda. Las vueltas a la manzana se suceden. Debería comer más fruta, pienso, al menos por las mañanas. Por la noche se convierten en edificios de ladrillos construidos muy juntos.
    Sintonizo una canción de Ben Harper y sigo girando, esta vez ampliando el radio de acción. El universo se expande en círculos concéntricos y veo un bazar chino al fondo. Aparco, bajo y compro dos latas de cerveza y media docena de huevos. Al salir, un hombre que empuja un carrito con un bebé me dice que tiene el coche en doble fila unos metros más atrás y que, si no me importa esperarle, mi aparcamiento puede ser el suyo.
    La remota posibilidad de hacer feliz a un tipo que empuja un carrito y habla con acento del Medio Oriente me hace pensar que mi deambular nocturno le puede hacer bien a un mundo que se descompone víctima de una ola de crueldad infinita, como si las fuerzas del mal se hubieran desatado dirigidas por algún villano resentido y vengativo. 
    Subo al coche y pongo las luces de emergencia para que el hombre del bebé me identifique al llegar. Mientras espero, el sonido intermitente del piloto que enciende y apaga la luz amarilla me recuerda al tic tac del reloj de un temporizador. Espero y espero, acunada por intervalos sonoros que calman la furia con la que salí de casa. La vida, vista a través del retrovisor, se me antoja mucho más tranquila y amable y siento un destello de alegría provocado por recuerdos felices  de tiempos sin guerras. Pero el tiempo se alarga y el hombre no llega. ¿Habrá tenido problemas con el coche? ¿Con el bebé? ¿Con el carrito? Es complicado plegar los carritos para meterlos en el maletero. Y luego hay que acomodar al niño en el asiento trasero, con todos esos arneses de seguridad que nunca entran a la primera. Sí, será eso, aunque dudo que toda la operación dure los treinta minutos que llevo esperando. 
    Hay otra posibilidad: que el tipo haya encontrado un hueco más cercano y no se haya molestado en avisarme. Puede que en esta época ya nadie confíe en nadie y el hombre haya dudado de mi palabra. Las latas de cerveza se están calentando y los huevos, con la calefacción puesta, tal vez se estén incubando. Antes de que eclosionen en forma de pollos amarillos, arranco y pongo rumbo a casa. 
    Lo primero que haré al llegar, me digo, será buscar el teléfono de la Liga de la Justicia. Alguien tiene que reunirlos para que pongan fin de una vez por todas a esta nube de oscuridad que se cierne sobre nosotros. 



martes, 13 de junio de 2023

Mahou, Europa o ruiseñor

Puedes cambiar de ropa, de zapatos y de crema hidratante. Puedes comprarte ese champú de a veinte pavos por la mitad de su valor en un Mercadona de tres al cuarto.
Puedes beber Mahou, Alhambra y San Miguel, según te venga.
Fresquitas.
Puedes cambiar de música preferida, de película preferida, de libro preferido.
Puedes decir hoy que Capote es mejor que Fitzgerald, cuando ayer te pareció que "Suave es la noche" superaba a "Música para camaleones".
Puedes ser un replicante, una iguana, un ruiseñor

Cortarte el pelo no solucionará nada.
Puedes cambiar de imagen las veces que quieras pero, al final, el pelo crece. Europa, no

lunes, 13 de febrero de 2023

Ovejas que no ven Netflix

     - ¡Vamoooooos! ¡Fuera, fuera, fuera! ¡Un poco de orden! ¡Vamos, ovejas! ¡Salid, salid, salid!".
    
        Ese era el tipo de discurso que nos esperaba siempre al final del esquileo. Qué digo el tipo de discurso: exactamente las mismas palabras año tras año. ¿Once primaveras dejándome pelar el culo sin permiso y todavía me tenía que oír que no molestara al pastor de los cojones?
    
     - ¡Venga ya!, -me dije-. Llevo cuatro horas compartiendo un espacio mínimo con  cuatrocientas congéneres que se comportan como si no quedaran carneros en el mundo, ¿y ahora tengo que salir en orden? No me jodas, yo me piro de aquí.
     
    Y así lo hice:  agarré el vellón con los incisivos, agité la cabeza como si me estuviera montando uno de esos sementales que de vez en cuando traen de las ferias y, en un visto y no visto, conseguí colocarme sobre el lomo los tres kilos de lana que me acababan de afeitar. El disfraz era perfecto. El esquilador que me había pasado la cuchilla por todo el cuerpo lo había hecho con tal precisión de cirujano que, a pesar de estar absolutamente desnuda, parecía una oveja sin esquilar.
    
     Lo demás fue sencillo: cuestión de arrimarme a la cancela trasera y empujar lo justo. Nadie me vio. Los mastines fumaban hierba bajo las encinas, y los border collies, en su línea de adictos a los sicotrópicos, perseguían grupos de ovejas. Están locos los border collies. Para ellos correr detrás de una oveja está bien, dos mola más, con tres se ponen a mil y a partir de cinco producen endorfinas para suministrar antidepresivos durante dos años a la ciudad de Nueva York. En fin, me dije, dos razas de perros, dos tipos de drogas, dos maneras de ver la vida.

     Sobre cuál sería mi estilo de vida al salir del esquiladero, lo tenía claro: merina, blanca, soltera, de pelo largo y alma en rebeldía. Cuéntale eso a un pastor, a un carnero, a un cordero, incluso a un lobo hambriento. Cuéntales que eres una oveja que no tiene claro su lugar en el rebaño y que estás pasando una crisis de identidad. Te diré lo que ocurre: el pastor llamará al matadero para decirle que este año va una oveja más para fabricar mortadela -doy fe de que eso es lo que hacen con las ovejas viejas-; el carnero buscará un culo nuevo al que subirse, y el cordero, que entre tantas madres de huérfanos ya no sabe cuál es la suya, morderá el primer pezón que le ofrezca leche fresca. Respecto al lobo hambriento, sin comentarios. No hay lobos que pasen hambre allí de donde vengo, los pocos que quedan hurgan en las basuras los restos del asado navideño. Así que sí, ese día lo tuve claro. Mi estilo de vida sería hacer la revolución.

   Allí me dirijo ahora, al corazón de la revolución, a aquella tierra prometida de la que se dice que no hay rebaños, ni ciclos reproductivos. Llevo cinco meses caminando hacia el norte, donde leí que había pastos más frescos. Confieso que no está resultando fácil. De vez en cuando me entra una terrible ansiedad cuando tengo que cruzar las autopistas. He visto morir jabalíes atropellados por su falta de paciencia y eso no ayuda. Tampoco llueve mucho. Una vaca me contó que era cosa del cambio climático y me animó a que siguiera adelante. Hizo además de acompañarme en la aventura, pero de su cuello colgaba un cencerro tan ruidoso que hubiera alertado al ganadero. No he llegado todavía a ningún lugar y estoy lejos de casa, pero he pensado mucho en este tiempo y he llegado a la conclusión de que no quiero una nave calentita para ver documentales en streaming sobre lo grande que es el mundo si tengo cuatro patas para recorrerlo.
   

jueves, 6 de octubre de 2022

Por qué sonríes cuando te juegas la vida


Van a tirar esa falta y ahí estás tú, bajo los palos. No sales en la foto, pero te veo valiente, con cierto gesto de aplomo en tu cara. No tengo ni idea de cómo son las caras de aplomo, pero la tuya podría formar parte de un manual de cómo interpretar miradas fijas, serias, serenas y circunspectas.
Sin embargo algo me despista en ti. Llevas media sonrisa puesta en la comisura izquierda y eso no es propio ni del aplomo ni de un día en que te juegas la eliminatoria y, por ende, el título. No viene a cuento que hoy te coloques una mueca de "melocomotodo". Sonríes detrás de esos hombres, segura de que vas a parar el  balón que se te viene encima. Tienes controladas todas las escuadras, no te da miedo un gol de volea, ni un libre indirecto, ni un tiquitaca de tres al cuarto. Te veo segura incluso cuando valoras que a ese delantero le puede salir una chilena de pura chiripa. Las chilenas, como tú bien sabes, son golpes que la vida te da a traición, da lo mismo que estés en Chile, en la Argentina o en Madrid.
El árbitro está terminando de colocar la barrera y el campo entero contiene la respiración. Todos los ojos se fijan en ti y tú no te quitas esa sonrisa que puede irritar al enemigo. Se escuchan palpitar mil corazones mientras te ajustas los guantes. Es el silencio propio de los muertos que quieren salir de sus tumbas y que te recorre el espinazo. Otro tópico, porque tampoco sabes muy bien dónde tienes el espinazo. Pero estás lista y deseas que suene el silbato de ese hombre vestido de negro. El silbato que lanzará el balón buscando tu portería. El balón que tratará de violar tu vida y terminar con tu sonrisa y tu carrera y entonces, cuando por fin suene, tú sabes que no tendrás que hacer nada. Nada en absoluto, porque ahí estarán tus amigos, formando barrera, protegiéndose unos a otros, protegiéndote, y el balón rebotará en sus cuerpos sin siquiera acercarse a tus manos.
Entonces, cuando no tengas que parar ese gol que parecía seguro, el estadio rugirá, como lo haría un camión por las curvas del Jarama. Rugirán todos a una, con una sola voz, espartana ella, que desafíará a los persas que busquen un camino por tus Termópilas. Y el rugido será mítico.
Luego, en el vestuario, me daré cuenta de que ya no tienes talón de Aquiles, ni cortarte el pelo te hará más débil que a Sansón. Porque ahí han estado tus amigos, todos, protegiendo tus partes blandas.
Por eso sonreías tanto, colega.
Y yo no lo veía.

viernes, 15 de abril de 2022

Leones como alfombras voladoras

Me pregunto qué piensan los leones cuando miran el cielo.
Sé algo de gatos, pero no de leones.
Cuando un gato levanta la barbilla es sólo porque lo que ve le mola. Así de simple.
En medio de la sabana, un león mira el cielo como un gato miraría el aire que respira.
Soy el aire que respiro.
Soy el cielo que se abre sobre mi cabeza.
Soy la cabeza que golpea contra el aire que respiras.
Soy el aire, el león, el golpe y quien respira.
Y subo sin miedo a los pedestales para mirar más alto.
Por muchas veces que haya querido ser tus ojos para entender cómo veías el mundo, prefiero el azul del cielo al de tus ojos.
Prefiero ser las olas, la mirada y la marea.





lunes, 9 de agosto de 2021

Deseando cantar bajo la lluvia

Exterior. Madrugada de agosto.

¿Y si me abro? Si cojo impulso suficiente podré tensar el mecanismo que me mantiene cerrado y buscar al desalmado que me dejó aquí con pinta de imbécil, en esta tórrida noche de verano, sin saber qué hacer, ni para qué sirvo, si para sobrevolar tejados con mujeres que cuelgan de mí, para proteger de la lluvia o, y eso es lo que más me preocupa, para evitar que el sol le queme la cara a la gente. Porque, si ese es el caso, deberé pensar que llevo toda mi vida equivocado y que, definitivamente, no soy un paraguas, sino una sombrilla y, por lo tanto, tendré que hablar de mí en femenino y dejar de segregar la misma testosterona que, seguramente, ha nublado la mente del cabrón que me ha tirado en una esquina, que ni siquiera es esquina, frente al Gregorio Marañón.

Desde luego, si lo que quería el tipo en cuestión era crearme una crisis de identidad, lo está consiguiendo. Pero lo malo de esta situación absurda es que carezco por completo del sentido del tiempo. No del atmosférico, que tampoco estoy tan idiota (sé que hace calor, mucho calor, calor de esos que hace que el asfalto huela a asfalto caliente recién tirado), sino del tiempo tiempo tiempo. El tiempo que pasa, el que se va, el que hace que la vida empiece y termine; el que convierte el amor en convivencia cordial; el que arruga las caras y destensa los músculos de los culos más duros; el que te mira a los ojos y te dice que ya está, que ya pasó Tu Tiempo. Ese tiempo me tiene hecho mierda, porque no sé ni cuánto llevo aquí ni cuánto me queda.

Soy una suma de tela impermeable dispuesta de forma cóncava sobre una serie de varillas metálicas, que se abren y se cierran sobre un eje central accionando un simple ingenio que ahora me mantiene cerrado y en posición vertical. Estoy apoyado sobre una puntera de madera y coronado por una empuñadura que permite a la gente cogerme, elevarme sobre sus cabezas y protegerse. Eso es lo que sé de mí.
Tela, varillas, empuñadura. Tela, varillas, empuñadura.
Esa es mi letanía.
Dicen que dentro de poco lloverá. No estoy seguro. No sé si debería decir, no estoy segura.
Sólo sé que estoy deseando cantar bajo la lluvia.