lunes, 13 de febrero de 2023

Ovejas que no ven Netflix

     - ¡Vamoooooos! ¡Fuera, fuera, fuera! ¡Un poco de orden! ¡Vamos, ovejas! ¡Salid, salid, salid!".
    
        Ese era el tipo de discurso que nos esperaba siempre al final del esquileo. Qué digo el tipo de discurso: exactamente las mismas palabras año tras año. ¿Once primaveras dejándome pelar el culo sin permiso y todavía me tenía que oír que no molestara al pastor de los cojones?
    
     - ¡Venga ya!, -me dije-. Llevo cuatro horas compartiendo un espacio mínimo con  cuatrocientas congéneres que se comportan como si no quedaran carneros en el mundo, ¿y ahora tengo que salir en orden? No me jodas, yo me piro de aquí.
     
    Y así lo hice:  agarré el vellón con los incisivos, agité la cabeza como si me estuviera montando uno de esos sementales que de vez en cuando traen de las ferias y, en un visto y no visto, conseguí colocarme sobre el lomo los tres kilos de lana que me acababan de afeitar. El disfraz era perfecto. El esquilador que me había pasado la cuchilla por todo el cuerpo lo había hecho con tal precisión de cirujano que, a pesar de estar absolutamente desnuda, parecía una oveja sin esquilar.
    
     Lo demás fue sencillo: cuestión de arrimarme a la cancela trasera y empujar lo justo. Nadie me vio. Los mastines fumaban hierba bajo las encinas, y los border collies, en su línea de adictos a los sicotrópicos, perseguían grupos de ovejas. Están locos los border collies. Para ellos correr detrás de una oveja está bien, dos mola más, con tres se ponen a mil y a partir de cinco producen endorfinas para suministrar antidepresivos durante dos años a la ciudad de Nueva York. En fin, me dije, dos razas de perros, dos tipos de drogas, dos maneras de ver la vida.

     Sobre cuál sería mi estilo de vida al salir del esquiladero, lo tenía claro: merina, blanca, soltera, de pelo largo y alma en rebeldía. Cuéntale eso a un pastor, a un carnero, a un cordero, incluso a un lobo hambriento. Cuéntales que eres una oveja que no tiene claro su lugar en el rebaño y que estás pasando una crisis de identidad. Te diré lo que ocurre: el pastor llamará al matadero para decirle que este año va una oveja más para fabricar mortadela -doy fe de que eso es lo que hacen con las ovejas viejas-; el carnero buscará un culo nuevo al que subirse, y el cordero, que entre tantas madres de huérfanos ya no sabe cuál es la suya, morderá el primer pezón que le ofrezca leche fresca. Respecto al lobo hambriento, sin comentarios. No hay lobos que pasen hambre allí de donde vengo, los pocos que quedan hurgan en las basuras los restos del asado navideño. Así que sí, ese día lo tuve claro. Mi estilo de vida sería hacer la revolución.

   Allí me dirijo ahora, al corazón de la revolución, a aquella tierra prometida de la que se dice que no hay rebaños, ni ciclos reproductivos. Llevo cinco meses caminando hacia el norte, donde leí que había pastos más frescos. Confieso que no está resultando fácil. De vez en cuando me entra una terrible ansiedad cuando tengo que cruzar las autopistas. He visto morir jabalíes atropellados por su falta de paciencia y eso no ayuda. Tampoco llueve mucho. Una vaca me contó que era cosa del cambio climático y me animó a que siguiera adelante. Hizo además de acompañarme en la aventura, pero de su cuello colgaba un cencerro tan ruidoso que hubiera alertado al ganadero. No he llegado todavía a ningún lugar y estoy lejos de casa, pero he pensado mucho en este tiempo y he llegado a la conclusión de que no quiero una nave calentita para ver documentales en streaming sobre lo grande que es el mundo si tengo cuatro patas para recorrerlo.