martes, 24 de octubre de 2023

Manzanas que son rebeliones

Harta como estoy del horror que arrojan las noticias cojo las llaves del coche, el carné de conducir y cierro tras de mí la puerta de casa.
Pelín airada, reconozco. Airada por tener que salir a buscar el hogar que me niega el televisor.  
No soy de las que se enfada con facilidad, pero hoy me hierve la sangre porque, como cantaba Kasie O, no puedo sonreír decentemente ante el hambre y el dolor de tanta gente, así que agarro las llaves, el carné y la furia y me piro de casa.
Enciendo el contacto, espero, giro un diente de llave más y el coche arranca. No sé a dónde ir. El coche tampoco. Nos parecemos.
    Ni él ni yo pensamos, pero el asfalto comienza a deslizarse bajo las ruedas y nosotros nos movemos con él, eligiendo el sentido contrario a las agujas del reloj: primera a la izquierda,  primera a la izquierda y primera a la izquierda. Las vueltas a la manzana se suceden. Debería comer más fruta, pienso, al menos por las mañanas. Por la noche se convierten en edificios de ladrillos construidos muy juntos.
    Sintonizo una canción de Ben Harper y sigo girando, esta vez ampliando el radio de acción. El universo se expande en círculos concéntricos y veo un bazar chino al fondo. Aparco, bajo y compro dos latas de cerveza y media docena de huevos. Al salir, un hombre que empuja un carrito con un bebé me dice que tiene el coche en doble fila unos metros más atrás y que, si no me importa esperarle, mi aparcamiento puede ser el suyo.
    La remota posibilidad de hacer feliz a un tipo que empuja un carrito y habla con acento del Medio Oriente me hace pensar que mi deambular nocturno le puede hacer bien a un mundo que se descompone víctima de una ola de crueldad infinita, como si las fuerzas del mal se hubieran desatado dirigidas por algún villano resentido y vengativo. 
    Subo al coche y pongo las luces de emergencia para que el hombre del bebé me identifique al llegar. Mientras espero, el sonido intermitente del piloto que enciende y apaga la luz amarilla me recuerda al tic tac del reloj de un temporizador. Espero y espero, acunada por intervalos sonoros que calman la furia con la que salí de casa. La vida, vista a través del retrovisor, se me antoja mucho más tranquila y amable y siento un destello de alegría provocado por recuerdos felices  de tiempos sin guerras. Pero el tiempo se alarga y el hombre no llega. ¿Habrá tenido problemas con el coche? ¿Con el bebé? ¿Con el carrito? Es complicado plegar los carritos para meterlos en el maletero. Y luego hay que acomodar al niño en el asiento trasero, con todos esos arneses de seguridad que nunca entran a la primera. Sí, será eso, aunque dudo que toda la operación dure los treinta minutos que llevo esperando. 
    Hay otra posibilidad: que el tipo haya encontrado un hueco más cercano y no se haya molestado en avisarme. Puede que en esta época ya nadie confíe en nadie y el hombre haya dudado de mi palabra. Las latas de cerveza se están calentando y los huevos, con la calefacción puesta, tal vez se estén incubando. Antes de que eclosionen en forma de pollos amarillos, arranco y pongo rumbo a casa. 
    Lo primero que haré al llegar, me digo, será buscar el teléfono de la Liga de la Justicia. Alguien tiene que reunirlos para que pongan fin de una vez por todas a esta nube de oscuridad que se cierne sobre nosotros. 



martes, 13 de junio de 2023

Mahou, Europa o ruiseñor

Puedes cambiar de ropa, de zapatos y de crema hidratante. Puedes comprarte ese champú de a veinte pavos por la mitad de su valor en un Mercadona de tres al cuarto.
Puedes beber Mahou, Alhambra y San Miguel, según te venga.
Fresquitas.
Puedes cambiar de música preferida, de película preferida, de libro preferido.
Puedes decir hoy que Capote es mejor que Fitzgerald, cuando ayer te pareció que "Suave es la noche" superaba a "Música para camaleones".
Puedes ser un replicante, una iguana, un ruiseñor

Cortarte el pelo no solucionará nada.
Puedes cambiar de imagen las veces que quieras pero, al final, el pelo crece. Europa, no

lunes, 13 de febrero de 2023

Ovejas que no ven Netflix

     - ¡Vamoooooos! ¡Fuera, fuera, fuera! ¡Un poco de orden! ¡Vamos, ovejas! ¡Salid, salid, salid!".
    
        Ese era el tipo de discurso que nos esperaba siempre al final del esquileo. Qué digo el tipo de discurso: exactamente las mismas palabras año tras año. ¿Once primaveras dejándome pelar el culo sin permiso y todavía me tenía que oír que no molestara al pastor de los cojones?
    
     - ¡Venga ya!, -me dije-. Llevo cuatro horas compartiendo un espacio mínimo con  cuatrocientas congéneres que se comportan como si no quedaran carneros en el mundo, ¿y ahora tengo que salir en orden? No me jodas, yo me piro de aquí.
     
    Y así lo hice:  agarré el vellón con los incisivos, agité la cabeza como si me estuviera montando uno de esos sementales que de vez en cuando traen de las ferias y, en un visto y no visto, conseguí colocarme sobre el lomo los tres kilos de lana que me acababan de afeitar. El disfraz era perfecto. El esquilador que me había pasado la cuchilla por todo el cuerpo lo había hecho con tal precisión de cirujano que, a pesar de estar absolutamente desnuda, parecía una oveja sin esquilar.
    
     Lo demás fue sencillo: cuestión de arrimarme a la cancela trasera y empujar lo justo. Nadie me vio. Los mastines fumaban hierba bajo las encinas, y los border collies, en su línea de adictos a los sicotrópicos, perseguían grupos de ovejas. Están locos los border collies. Para ellos correr detrás de una oveja está bien, dos mola más, con tres se ponen a mil y a partir de cinco producen endorfinas para suministrar antidepresivos durante dos años a la ciudad de Nueva York. En fin, me dije, dos razas de perros, dos tipos de drogas, dos maneras de ver la vida.

     Sobre cuál sería mi estilo de vida al salir del esquiladero, lo tenía claro: merina, blanca, soltera, de pelo largo y alma en rebeldía. Cuéntale eso a un pastor, a un carnero, a un cordero, incluso a un lobo hambriento. Cuéntales que eres una oveja que no tiene claro su lugar en el rebaño y que estás pasando una crisis de identidad. Te diré lo que ocurre: el pastor llamará al matadero para decirle que este año va una oveja más para fabricar mortadela -doy fe de que eso es lo que hacen con las ovejas viejas-; el carnero buscará un culo nuevo al que subirse, y el cordero, que entre tantas madres de huérfanos ya no sabe cuál es la suya, morderá el primer pezón que le ofrezca leche fresca. Respecto al lobo hambriento, sin comentarios. No hay lobos que pasen hambre allí de donde vengo, los pocos que quedan hurgan en las basuras los restos del asado navideño. Así que sí, ese día lo tuve claro. Mi estilo de vida sería hacer la revolución.

   Allí me dirijo ahora, al corazón de la revolución, a aquella tierra prometida de la que se dice que no hay rebaños, ni ciclos reproductivos. Llevo cinco meses caminando hacia el norte, donde leí que había pastos más frescos. Confieso que no está resultando fácil. De vez en cuando me entra una terrible ansiedad cuando tengo que cruzar las autopistas. He visto morir jabalíes atropellados por su falta de paciencia y eso no ayuda. Tampoco llueve mucho. Una vaca me contó que era cosa del cambio climático y me animó a que siguiera adelante. Hizo además de acompañarme en la aventura, pero de su cuello colgaba un cencerro tan ruidoso que hubiera alertado al ganadero. No he llegado todavía a ningún lugar y estoy lejos de casa, pero he pensado mucho en este tiempo y he llegado a la conclusión de que no quiero una nave calentita para ver documentales en streaming sobre lo grande que es el mundo si tengo cuatro patas para recorrerlo.