lunes, 30 de noviembre de 2009

Desde mi ventana


Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado decidí seguirme. Me extrañó verme trepar hasta la ventana y saltar al tejado del edificio de al lado con tanta agilidad. Eso no es normal en mí, pero tampoco puedo calificarlo de excepcional. Hacía tiempo que la idea me rondaba por la cabeza. La de saltar al tejado de al lado, me refiero, no la de seguirme. La cuestión es que desde hacía varias semanas, cada vez que metía la llave en la cerradura de casa, me entraban unas incontrolables ganas de subir al tejado. De hecho, compré una escalera de peldaños blancos para alcanzar sin problemas la ventana de la habitación superior y salir al exterior, allí donde las antenas de los canales digitales emiten el suave chisporroteo de la conexión por satélite. Gracias a la escalera blanca había disfrutado de un par de días de suave bronceado integral en el tejado, cuando el paro me impidió pagarme los viajes al mar y la escasa marihuana sobrante me daba la excusa perfecta para tomar el sol desnudo, mientras leía las obras completas de Carson McCullers, sin pensar que estaba loco. Pero, desde luego, nunca me había entrenado en el arte de subirme a la ventana, plegar mis piernas, tomar impulso y alcanzar la terraza de la vecina de al lado. De ahí la intriga de seguirme.

Lo primero que hice antes de ir tras de mi fue quitarme las botas de tacón cubano. Me pongo las botas de tacón cubano si me interesa dar la imagen de tipo duro o creo que tengo posibilidad de echar un buen polvo con una de esas tías a las que les gustan los hombres con pinta de transgresores. Por fortuna me di cuenta a tiempo de que, tanto si buscaba el amor verdadero como si tenía que seguir mis pasos por los tejados de Chueca, las botas no eran el calzado más adecuado. Mejor descalzo, pensé, y en seguida noté que en la vida, a veces, se toman decisiones acertadas.

Estoy seguro de que no pasaron más de dos minutos entre que decidí seguirme, me quité las botas y me colé en la terraza de la vecina. Mi salto fue rápido, elástico y preciso, como si llevara amortiguadores en los pies. Sin embargo, no conseguí verme por ningún lado. Me había dado esquinazo. Conozco lo suficiente la terraza de la vecina como para saber que si uno quiere esconderse tiene recodos donde hacerlo. Confieso que, cuando llegué a Madrid, dormí muchas noches de agosto en esas hamacas de madera de teka que tiene junto a las buganvillas mientras ella estaba de vacaciones. Eso fue antes de que me instalaran el aire acondicionado y pudiera dormir en mi propia cama, imaginando que yo era uno de esos amantes que subían a su casa a medianoche. Así que nadie mejor que yo para saber los sitios donde me podía haber escondido.
No tengo clara conciencia de cuánto anduve buscándome, pero lo cierto es que empezaba a sentir frío en los pies y comenzaba a platearme que lo más sensato sería volver a casa. Entonces fue cuando escuché su voz. Nunca le había visto la cara, pero conocía su voz perfectamente. Las paredes son de papel hoy en día. Sé que se llama Olivia, que trabaja en televisión, que tiene un novio que vive fuera de la ciudad, que a veces mete hombres en su cama para experimentar y que es capaz de reír a carcajadas y luego romper a llorar sin que nunca haya logrado averiguar por qué llora.

Esa noche no lloraba, desde luego. Le decía algo a alguien. Agucé el oído y me sorprendió darme cuenta de que, aunque ella hablaba en susurros, la escuchaba nítidamente. No había ninguna duda de que hablaba de amor y pensé inmediatamente que su novio andaba por la ciudad esos días. Entre la intriga de encontrarme y la curiosidad de espiarla, elegí la segunda opción. Me acerqué con todo el sigilo de que fui capaz hasta la ventana de su habitación. Ella estaba tumbada en la cama, completamente desnuda y de espaldas a mí. Me impresionó la belleza de su espalda, su estrecha cintura y la curva perfecta que dibujaba su cadera izquierda. La mano derecha sostenía su cabeza y con la izquierda acariciaba el pecho de un hombre al que no lograba ver la cara. La escena transmitía tanto amor que por un momento me sentí feliz, como si mis pies se hubieran elevado unos centímetros del suelo y fuera mi pecho el acariciado. Una cosa me llevó a otra y me sorprendí pronunciando en voz alta las palabras que le correspondía decir al tipo que compartía su cama. “Yo también te quiero”, solté.

Lógicamente ella se incorporó de golpe y volvió la cara hacia mí. Tuve tiempo de agazaparme, pero también de ver la cara del tipo. Mi respiración se aceleró y noté el pulso de mi sangre en las sienes hasta casi marearme. Era una cara tan sorprendida como la mía, tan desasosegada como la mía, tan asustada como la mía. Es más, era mi propia cara.

Salté de la cama y salí a la terraza. Me vi correr y girar la cabeza para calcular la ventaja que me llevaba. Suficiente, me dije, puedo saltar a mi ventana, puedo hacerlo antes de alcanzarme.

Cuando llegué a casa me encontré tranquilamente tumbado en el alféizar, con las patas traseras dobladas sobre los tobillos, la columna vertebral curvada y descansando sobre las caderas, los antebrazos bajo el pecho y el esternón sobre las muñecas. De cuando en cuando estiraba el cuello para identificar mejor los sonidos de la calle. Estaba en posición de caza y me erguí con displicencia al verme llegar después de mi persecución. No me hablé, no me dije nada, sabía que la había cagado, que ella no me dejaría volver a su habitación después de aquello. Nadie mete en su cama a un desconocido, le da calor, comida y cariño para que salte por la ventana como alma que lleva el diablo.

Volví a la casa de Olivia un par de veces más. Esperaba que se hubiera olvidado cerrar la ventana, no sé, algún gesto de perdón. Pero los hombres no somos de fiar, dicen, así que ella no tardó en sustituirme y en volver a llorar. Supongo que esta vez lloraba por mí y eso me duele, porque no podré explicárselo nunca. He perdido la capacidad de hablar, me ha salido pelo y ahora me conformo con lamer los platos de leche que deja en la terraza para mí. Si supiera quién soy probablemente no lo haría. O tal vez sí sepa quién soy y por eso me acaricia de ese modo cuando me enrosco junto a sus pies y ronroneo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Tu idilio con los gatos siempre está presente en casi todos tus posts. Es muy curioso... Siempre existe mucha melancolía en tus textos. Espero que te vaya muy, guapa. Un besazo

carlos salem dijo...

Joder. No había podido acceder al blog en semanas, hasta hoy. Pero ha merecido la pena esperar. Magnífico el cuento.Porque es un cuento, ¿no? Ahora comienzo a cormprender por qué los gatos sonríen así...