martes, 17 de marzo de 2009

Los estados del alma

De qué sirve, quisiera saber yo, cambiar de piso. Hay días que amanecen y una se parece a un poema de Biedma. Me refiero a ese profundo cabreo ante la imposibilidad de mudar el alma que está en el sótano por un alma con visillos blancos. ¿Servirá al menos cambiar de armarios en la cocina? ¿Servirá arreglar el grifo del baño? Francamente, no sé qué resortes mueven los estados del alma. Ni a quién llamar cuando el espíritu se llena de grietas. Por cierto, esa pared de la escalera parece mi alma agrietada. Deberé poner cuidado, no vaya a ser que sea la desidia, y no este terrible calor de agosto, quien por fin la tire abajo.

viernes, 6 de marzo de 2009

El sol de invierno

La luz que ilumina el libro, las nueces y el cenicero que hay sobre la mesa proviene de ese tipo de sol de iniverno que te engaña de vez en cuando luciendo entre borrasca y borrasca. Te engaña porque parece que la borrasca se ha ido, pero la siguiente permanece latente en las montañas que rodean la ciudad y espera el momento adecuado para atacar.
Bajo la mesa hay una alfombra blanca con extraños dibujos verdes. La compré en un momento de optimismo para una persona que necesitaba optimismo. Hizo su función. Ahora está en mi casa, por esos avatares extraños de la casualidad no prevista.
Que yo no haya previsto la casualidad es extraño, porque siempre vivo de ella. Me refiero a que siempre me salva, como a un boxeador que sangra por la ceja en el séptimo asalto, a punto de desplomarse sobre la lona, le salva la campana. O simplemente es que sé sacar provecho de ella. De hecho, si tuviera que ponerme un nombre literario ahora mismo tal vez elegiría Madame Casualidad. "A casual woman in a lucky world", sería el epitafio de hoy. O al revés, no lo tengo muy claro.
Pero no nos desviemos de la alfombra que no se ve en la fotografía. Decía que es blanca y tiene dibujos verdes que evocan un jardín del modo en que sólo un diseñador cool evocaría un jardín. Cuando la compré en Ikea no me dijeron nada al respecto, pero secretamente inventé un eslogan que, por supuesto, no les regalé: bienvenida al jardín independiente de tu casa. Eso es lo que sentí, pero aún me guardé un secreto más y es que yo pensé que la alfombra, si la utilizaba adecuadamente, volaría. No es que fuera en busca de una alfombra voladora. Simplemente quería una alfombra optimista y esa me la pareció. Y claro, del optimismo a la seguridad personal sólo hay un paso. Y si te crees capaz de volar sobre una alfombra, si lo crees con suficiente intensidad, al final, como es lógico, vuelas.
Lo dice Neil Gaiman a través de Araña en Los hijos de Anansi. No es tan simple como parece, pero hay personas que hacen cosas imposibles a ojos de otros sólo con creer en ello. Lo dijo también Paul Auster en Mr. Vértigo, cuando el maestro Yehudi enseña a Walter Clairborne a volar
No se puede ir a una cadena de tiendas clónicas a buscar una alfombra que vuela, pero hay días como hoy, días en los que luce ese sol tan seductor; en los que los gatos caseros sueñan en las ventanas no ser gatos caseros y tener el valor suficiente para saltar y atrapar a ese gorrión o lo que sea que les desafía desde el andamio de enfrente con tanta displicencia; en esos días, lo mejor es quitarse la ropa, apartar la mesa de la alfombra y tumbarse sobre ella con los ojos muy cerrados, a la espera de que algún conjuro se desate y salga volando por la ventana contigo encima.
Si no vuela, cosa que ocurre en 100 de cada 100 intentos, las caricias de eso sol que te va a abandonar en cualquier momento te dan algo de vitamina D, hecho que, al fin y al cabo, hará tus huesos más fuertes cuando los años te impidan absorber el calcio. De absorber bien el calcio al optimismo sólo hay un paso. Al fin y al cabo, con la edad, siempre te queda ser Clint Eastwood, rodar una película epitáfica como Gran Torino y esperar que algún crítico de cine le diga al mundo que ójala no te mueras nunca.