jueves, 12 de julio de 2012

21 centímetros


Salgo del Son y conduzco a casa como me gusta conducir. El motor revolucionado, suaves cambios de carril, anticipación al comportamiento del otro, semáforos en ámbar, ruedas que se deslizan sobre un asfalto húmedo de tan negro. Embrago, acelero, evito el freno. Embrago, acelero, evito el freno. Rodeo mi barrio de siempre para ver de cerca la estatua de Colón. Cibeles me pilla en rojo y me quedo mirando a la diosa, que gobierna su cuádriga de leones con mano de piedra. Si llevara una cámara le haría una foto. Me guardo en la retina su imagen indiferente, que conduce hacia el paraíso sin que ella sepa, por sus cuencas vacías, que el paraíso está en Gran Vía con Alcalá.

La luz se vuelve verde y la puerta de Alcalá me salva de convertirme en estatua de sal. Sigo acelerando. Bajo las ventanillas para oler ese Retiro que cada noche emana perfumes de flores. Las flores que mejor huelen son las que están a punto de morir, pienso, y a punto estoy de girar el volante para entrar a repostar en el Jardín Botánico.

Ya no me queda mucho de flor, y no tengo ganas de estar muerta sin dejar atrás un buen olor, así que continúo por O´Donnel. Hoy no quiero tomar el túnel. Te obliga a ir a cincuenta y ni siquiera huele a gasolina. Sólo a CO2 mal ventilado.

Corren malos tiempos, pero la noche de hoy se merece conducir hasta casa con la mirada atenta. Tan atenta que paso de largo el desvío a la derecha para Mateo López. El despisste me hace pensar que tal vez hoy no quiera girar a la derecha, porque ya giró todo bastante, me digo, y sigo recto. Cuando Radio 3 me regala una de Johnny Cash  me doy cuenta de que si la música sonara toda la noche podría llegar hasta Valencia. Acelero, embrago para meter sexta y acelero de nuevo. Ya estamos aquí de nuevo. Yo y mi caballo. Johnny canta "When a man comes arround" y comienzo a sonreír de verdad. Por primera vez en todo el día la sonrisa es limpia y las ruedas giran sin más ruido que el del rozamiento sobre algo parecido al cielo. Me siento fuerte. A lo lejos veo un cartel que dice que la velocidad en ese tramo está controlada por radar. Sé de buena fuente que solo funciona el 30 por ciento de los radares que anuncia la DGT -cosas de la crisis- y acelero para desafiarlo. Hoy es día de correr riesgos. Cuando la foto no se dispara a mi paso me siento tan eufórica como si hubiera invertido mi fortuna en bonos del Estado y el Estado pudiera pagarme. Y pensando en imposibles sigo acelerando en busca de un cambio de sentido que esté a la izquierda. Sé que no hay ninguno antes de Arganda y la luz de la reserva ha comenzado a parpadear. Debería volver. Los avisos que emite la visa desde el bolso me persuaden de que tal vez sería mejor un poco de cordura y dar la vuelta, pero no soy de esas que se dejan convencer a la primera de cambio. Me siento atrevida y empiezo a pensar que hoy es mi noche de suerte cuando la radio me regala aquel "Bye bye life" del All that jazz de Bob Fosse y encuentro un giro a la izquierda que el coche, que ya me conoce, no puede evitar tomar. Sincronizo las revoluciones del motor con la duración de la canción. Sé de sobre que dura 10 minutos y calculo que estaré a 25 kilómetros de casa. Quiero abrir el portal cuando suene la última frase de la canción, esa que dice I think i´m gonna die. Y si el depósito de gasolina me abandona, la visa continúa con su insoportable quejido y el radar de vuelta se dispara a mi paso, no me importará un carajo. Pararé el motor, encenderé el último cigarrillo y pensaré, mientras me acomodo en el asiento trasero para dormir, que sigue siendo mi noche de suerte. A mi sólo me separan 21 centímetros de la felicidad. Y les aseguro que no todo el mundo puede decir lo mismo. Si hoy fuera mi última noche sobre la tierra y dado mi estado de ánimo, sé que Jessica Lange me esperaría al final del camino, vestida de blanco y sonriendo.

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