sábado, 18 de agosto de 2012

Madrid

En Madrid hace calor esta noche.
Mucho calor.
Tanto calor, que no sabemos dónde meternos los que todavía estamos vivos.
Madrid es hoy una Odisea.
Y un Fausto, también.
Madrid ahoga, pero no aprieta.
Madrid te deja ser, porque ella ya no quiere ser nada que tú no seas.
Madrid te aturde en invierno y te libera en verano.
Es una ciudad desnuda en verano.
Y te deja desnudarte, con ese aire de madrileña sin bragas que nadie consentiría en provincias.
Madrid es un carril atestado y ahora tres carriles desiertos.
Madrid es un cartel a la M-30 y dos a la M-40.
Madrid es ir a Coslada y encontrar un desvío a La Coruña.
Madrid es un lío y Madrid te lía.
Pero en Madrid no te pierdes.
Todos los caminos conducen a salir de ella.
Madrid cree que nadie quiere quedarse aquí
y por eso te invita a largarte en cada vuelta de la esquina.
Madrid se equivoca,
pero siente y palpita.
Madrid es generosa.
Madrid son amigos que te quieren salvar.
Y Madrid se llama Pedro y Jarry y Fernando,
A Madrid le buscaría yo un nombre propio. Pero no lo encuentro.
Porque a nadie pertenece y nadie le pertenecerá nunca.
A Madrid, si pasas por aquí, no le pongas nombre ninguno.
Porque nunca quiso denominarse.
Madrid abrasa.
Madrid besa.
Madrid te ama, como un dios evangélico que quiere curarte de tus adicciones, pero te dice dónde comprar las drogas que necesitas.
Madrid es una y mil estatuas.
Madrid te lleva de Neptuno al Thyssen y al Prado.
y te empuja de Cibeles al Retiro en un suspiro.
Madrid le dedica una estatua al diablo
y el diablo te abre la Puerta de Alcalá.
Esa es mi Madrid.
Cuando ya no puedes soportar tanta belleza, Madrid te deja que la conduzcas sin atascos.
Y eso es lo mismo que violarla.
Pero Madrid, violada,  permite que vivas bajo su piel de prostituta de lujo.
Madrid se siente capital porque te lleva dentro.
Y si tu piel es golfa, Madrid será golfa.
Porque Madrid te quiere.
Sin ti Madrid no sería nada.


miércoles, 15 de agosto de 2012

No quiero vivir como un perro


Hace tanto calor que los perros no se levantan del suelo del chiringuito. Apenas tienen fuerzas para llevarse el hocico al culo y olerse. Con eso les basta para saber que están vivos.

Los perros no saben de música, pero juraría que están moviendo las orejas al ritmo de un rap de La Mala. Hoy ni siquiera tienen que mear. El sudor hace las funciones de su vejiga. Antes nadaban y ahora dormitan. Sueñan con que algún humano les dé los restos del arroz negro que ha sobrado.

Pero hoy nadie parece acordarse de que hay perros en el chiringuito. Los camareros andan atareados en echar sardinas del espeto al plato, y los atunes fileteados desfilan en ataúdes blancos camino de las mesas de los guiris. De tan crudos parecen vivos, pero se acompañan de lechugas en forma de coronas de muerto. Probablemente hoy ha sido un día duro para los atunes.
Nadie echa de comer a los perros en este mediodía de julio, pero a ellos no parece importarles. Saben que a lomos de esas banquetas a las que ahora ni se atreven a subir hay humanos bebiendo cerveza, martinis con vodka y mojitos. Muchos mojitos. Antes o después, piensan los perros, serán ellos los que anden a cuatro patas.  Al fin y al cabo, el tiempo pone a todo el mundo en su sitio.

Yo no tengo paciencia ni para esperar una fideuá. Miro la carta que me ofrece el camarero rubio y, tras descartar las sardinas y el atún, me decanto por los cereales. Recuerdo que son la base de la pirámide alimenticia.
- Cebada-, le digo al camarero rubio- en zumo, por supuesto.
Dudo que entienda mi petición, pero cuando me trae la tercera cerveza me doy cuenta de que antes de que termine la tarde tendré que preguntarle su nombre y el de su proveedor de hierba.
Postpongo la acción porque el sol está a punto de ponerse. Que la estrella que controla nuestro sistema se suicide diariamente merece un repeto. Al menos, unos minutos de silencio.

El silencio sobre la hamaca me lleva al sueño y, al despertar, cubierta de sombras y entumecida por el atardecer, descubro que el camarero se ha tomado al pie de la letra mi idea de menú ideal: hay dos cervezas en la mesa en lugar de postre y café. Tendré que quejarme de tanta literalidad.
Como no soy de quejarme decido ir al baño. Ponerse en pie después de seis horas de sol y una dieta cuestionable es francamente complicado, pero lo hago. No encuentro la sonrisa del camarero y eso me duele. Me aseguró que no me faltaría de nada mientras continuara tumbada en la hamaca. Lo cierto es que no veo a ningún humano a la altura de mi cabeza. Supongo que la hora del chill out les ha dejado noqueados y sigo mi camino hacia el retrete.
Salgo aliviada, pero la sensación dura poco. Mientras curioseo en la tienda de pulseras noto un aliento húmedo en mis tobillos. En lugar de la sueca que vende habitualmente los abalorios, una perra callejera de pelo gris y ojos vivos parece darse cuenta de mi interés por una tobillera trenzada en cuero.
- Tres cincuenta- ladra-. Seir por dos. Oferta de verano. Si te decides estoy en la barra.
Y, lógicamente, me giro hacia la barra.
Y ahí están, medio tirados, oliéndose el culo unos a otros, lamiéndose la sal de las pezuñas y devorando platos de arroz negro untados en tinto de verano. Lo que me temía: los perros se han hecho fuertes en la barra del bar. Utilizan nuestras banquetas y se sirven cañas como si hoy fuera el último día de su vida de perros. Cuando escucho a uno de ellos pontificar sobre si habrá o no rescate en septiembre, siento un mareo, pero hago acopio de lo que me queda de lucidez y regreso a la hamaca. Tengo suerte. Están tan enfrascados en su debate que apenas notan mi presencia. Intento no convertir en real la visión de los guiris tumbados sobrer la arena. Esquivo sus cuerpos. Dormitan todos y alguno ronca.
Despacio, muy despacio, me tumbo de nuevo. Ciero los ojos, por ver si al abrirlos el mundo vuelve a la normalidad. Y para conseguirlo me enrosco todo lo que puedo. Como hago siempre que intento dormir para olvidar las pesadillas. No quiero  pensar en lo que significaría que los perros controlaran el planeta.

Noto que me duele la cabeza. Me digo que un día de estos tendré que dejar de beber, pero también sé que los malos sueños me saltan los nervios desde que era  niña. Siempre he tardado más de la cuenta en recuperarme de ellos. En saber que son mentira. Yo lo llamo el síndrome de Freddy Krueger.

La tarde se cierra a mi alrededor hasta hacerse negra y noche. Me pica la piel y me arrepiento de no haber bajado la crema protectora.  Decido irme a casa y olvidar las alucinaciones. Busco en el bolso la cartera y levanto la mano para pedir la cuenta. Joder, tendré que cortarme estas uñas.
- Aquí tienes- me dice la voz jadeante del camarero-. Treinta euros. A las dos últimas invita la casa.
Le tiendo los billetes sin mirarle a los ojos. Se me han quitado las ganas de ligar, pero algo llama mi atención cuando me da el cambio de cincuenta.  Sus manos, antes largas y suaves, son ahora fuertes como garras y peludas como garras. Un pánico ancestral me recorre el espinazo y trato de ahogar un grito que, sin embargo, me delata. A mi espalda un rumor extraño de voces que no son voces crece hasta convertirse en ladridos. No me atrevo a girar la cabeza. En décimas de segundo tomo conciencia real de lo que está ocurriendo. Me pongo el bolso en bandolera y salgo corriendo playa arriba entre maullidos de socorro.
Soy ágil, ligera y más veloz que ellos pero, cuando alcanzo el apartamento, sé que no tendré tiempo de sacar la llave del bolso. En el último segundo, cuando las babas de un bulldog francés me salpican el culo, doy un salto y alcanzo la barandilla de la terraza. Jadeante pero triunfal, giro sobre mi misma y les miro con un gesto de desafío, que no es más que miedo encubierto en un mentón que mira el cielo. Sé que se quedarán ahí fuera un buen rato ladrando como locos, porque no hay nada que más cabree a un perro que perder una carrera. No quiero que los vecinos de la urbanización vengan a husmear por aquí, así que, con un fuerte golpe de caderas, les doy la espalda y entro en la casa.
No paso por la ducha. Estoy demasiado cansada.
Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Pronto los ladridos no son más que lejanos gruñidos y el mar recupera su sonido para acunarme.
Mi respiración se acompasa.
Antes de caer profundamente dormida me doy cuenta de que tendré que andar por la vida con más cuidado.
Hoy he estado a punto de morir como un gato callejero, pero sé que prefiero eso a vivir como un perro de clase media venida a menos.

sábado, 11 de agosto de 2012

Dibújame un cordero


Hay días en los que te acuestas con un hombre y te despiertas con ansiedad.
Y la ansiedad no viene dada por el hombre con el que duermes.
El hombre con el que has dormido te ha dado paz al anochecer y risas al amanecer.
Qué más se le puede pedir a un hombre.
La ansiedad se parece más a una rosa.
Cuando sales de la casa de un hombre que te ha hecho reir, te sientes como una rosa.
Fresca y roja.
Te comes el mundo cuando te hacen reir.
Cuando te sientes una rosa fresca te crees inmortal.
Puedes ganar a Corea cuando te juegas el bronce en balonmano.
Puedes entrar once segundos antes que Australia en un barco de seis metros y llevarte el oro.
Puedes lograr un diploma olímpico porque saltas en altura los dos metros sobre el suelo con facilidad. Y remas, remas con fueza hasta ganar la plata en aguas tranquilas.
Luego sales a la calle. Con ese porte de las flores que son intocables.
Erguida, muy erguida, subes al coche. Los hombros hacia atrás, la falda unos centímetros más levantada de lo que sería legal en tiempos de desamor y los tacones firmes.
Y entonces, cuando metes la primera velocidad, tu cuerpo se indigna con algo que no sabes reconocer. De tu cabeza roja cae el primer pétalo.
Buscas un nombre que te defina en la ciudad vacía para que nada puede hacerte daño y, cuando lo encuentras, te vas a la calle y la realidad te da una bofetada en la cara.
Hace calor. Y es sabido por todos que a las rosas no les gusta el calor.
No puedes someter a una rosa a temperaturas saharauis. Ni siquiera cuando le prometes que Saint Exuperi andará por ahí volando en un avión que está punto de estrellarse en su desierto.
Las rosas son caprichosas.
Les gusta que las polinicen los mejores insectos del mundo.
Y si no hay buenos insectos a la vista, deberían quedarse en una urna de cristal para ver pasar la vida.
A las rosas se les debería prohibir estar al día de la realidad. No hay rosas por estos días en las redacciones de los periódicos Ni en los mostradores de los bancos.
Las rosas son ambiciosas, vanidosas y bellas.
Les gusta, ganar, brillar y maquillarse.
Y a veces creen que pueden conducir. Incluso maniobran con habilidad si creen que la vida va con ellas y aprovechan los semáforos de Eloy gonzalo para ruborizarse las mejillas con un colorete de Mercadona.
Pero hasta las rosas, por muy tontas que sean, saben que después de que caiga el segundo pétalo llegará la gravedad para el tercero. Y así, siguiendo una ley que en Marte sería más lenta, la rosa que hoy conduce perderá su último atisbo del yo.
La ansiedad debe ser algo parecido a esa sensación de cambio comerme el mundo por que el mundo se me coma a mi.
Por eso hoy necesito que alguien me dibuje un cordero.

jueves, 2 de agosto de 2012

Qué será de los girasoles

Aquí estoy.
Tocando una guitarra que no tiene cuerdas.
Con un sombrero que no protege del sol porque aquí no hay sol ninguno.
Bailando un baile de caderas que no se mueven. Impasible, quieta, detenida.
Aquí estoy.
Susurrando canciones imposibles a la mujer que sonríe en su bañador rojo mientras se zambulle en el agua azul.
Estoy aquí, en un instante en el que a punto estoy de arrancarme a hacer algo importante. Pero no lo hago.
A punto estoy.
Pero no lo hago.
Si mañana saliera el sol por poniente, los girasoles se partirían la nuca.
Me gustaría ver a todos los girasoles del planeta romperse el cuello con tal de que pasara algo.
A veces tengo ansiedad.
A veces no la tengo.
Lo hago y no lo hago.
Bebo un gin tonic a escondidas de mi madre y toco la guitara a escondidas de mis orejas.
Tengo las orejas grandes, la cintura estrecha y el alma volátil.
Vuelo y no vuelo.
Ningún don para la música, pero muchas ganas de convertirme en clave de sol.
Pero aquí no hay sol ninguno.
Ilumina y está oscuro.
Voy y vengo.
Entro y salgo.
Aquí estoy, con la guitarra firme entre mis brazos, las caderas dudosas y la música soplándome en la oreja.
Dispuesta a partirme el cuello si mañana el sol sale por poniente.