lunes, 31 de diciembre de 2012

A veces, a veces ocurre

A veces te miras en la pared de casa y te reconoces colgada de ella. Cuelgas del cuello, o de la tráquea, que nunca se sabe. Pero no te sientes ahorcada.
A veces intentas dormir y las imágenes que hay en el gotelé te recuerdan que alguna vez el gotelé fue la moda de las casas modernas. Eso fue después de aquel incendio que arrasó toda la casa, excepto tu habitación. Por eso sigue colgando de ella, de tu habitación, que se salvó, una imagen que te recuerda quién eres.
Y hoy, que no tienes mucho tiempo, porque hay gente en tu salón a la espera de que suenen las campanadas de Sol, hoy te sientes tan feliz que esa sonrisa, que se empeña en sonreírte cada vez que te acuestas, es la misma sonrisa que te produce toda esta gente que está en tu salón.
Esta gente es con la que quieres morir, si es que hay que morir. De momento, vivís todos esta última noche de este último año que os ha tocado vivir.
¿Sabría el payaso que esa sonrisa suya del 72 sería la misma que llevarías hoy puesta al final del 12?
A veces, cuando menos te lo esperas, recuerdas quién eres.


viernes, 7 de diciembre de 2012

Camino a casa

Cuando estás a punto de llegar a casa los semáforos tienden a ponerse en rojo. El fenómeno carece de explicación científica, pero parece una ley universal si consideras la cantidad de semáforos en rojo que se han cruzado en tu camino antes de llegar a casa: diez de diez.
También han intentado cruzarse en tu camino coches de todas las marcas posibles: coches de gran cilindrada, coches de importación, coches de fabricación nacional, coches que no son coches pero lo parecen; coches vacíos que circulan sin conductor, y coches llenos de coches de juguete que llevan los niños que sueñan con llegar a casa, después de un día de compras, con padres que saben conducir coches, pero no sus vidas.
Sales del Son con la intención de llegar a casa en un coche al que no le convienen los atascos, porque no lleva aceite. A ti tampoco te convienen los atascos. Has llegado a la ciudad con el jet lag propio de los viajes largos y no sabes si es de día o de noche, por más que se empeñe la oscuridad en recordarte que el sol se puso hace un buen rato. 
Vienes de Australia y te encuentras con que las calles andan ya vestidas de luces de colores. 
Te pones tan contenta al verlas que pareces, tú también, una calle iluminada. 
Pero tienes frío. No llevas la ropa adecuada para un mes de diciembre frío como el infierno. 
Y ni siquiera ha llegado el invierno. 
Camino a casa piensas en coches, en luces de navidad y en cómo sacar el equipaje del maletero lo antes posible para no congelarte las manos. Hoy no piensas en hombres que te ayuden a descargar los bultos. O tal vez piensas en todos los hombres a los que amaste y eso te da fuerzas para sacar las maletas. 
Pero hoy no te apetece un carajo amar.

No te convienen los atascos, tía, eso lo tengo claro. Te da por volverte salvaje cuando hay atascos. Te da también por aparcar en doble fila si no hay sitio al llegar a casa; te da por abrir la puerta, abrazar al gato y dejarle que se escape escaleras arriba (porque sabes que todo el mundo tiene derecho a su vida privada); te da por abrir una lata, liarte un cigarrillo de esos y pensar en los lugares por los que has echado el cuerpo a lo largo de tu vida; te da por quitarte la ropa. Toda la ropa. Y por dejarte caer como un reloj de Dalí por los sofás; y por quererte un rato, que para eso dejé los montes y me vine al mar