Harta como estoy del horror que arrojan las noticias cojo las llaves del coche, el carné de conducir y cierro tras de mí la puerta de casa.
Pelín airada, reconozco. Airada por tener que salir a buscar el hogar que me niega el televisor.
No soy de las que se enfada con facilidad, pero hoy me hierve la sangre porque, como cantaba
Kasie O,
no puedo sonreír decentemente ante el hambre y el dolor de tanta gente, así que agarro las llaves, el carné y la furia y me piro de casa.
Enciendo el contacto, espero, giro un diente de llave más y el coche arranca. No sé a dónde ir. El coche tampoco. Nos parecemos.
Ni él ni yo pensamos, pero el asfalto comienza a deslizarse bajo las ruedas y nosotros nos movemos con él, eligiendo el sentido contrario a las agujas del reloj: primera a la izquierda, primera a la izquierda y primera a la izquierda. Las vueltas a la manzana se suceden. Debería comer más fruta, pienso, al menos por las mañanas. Por la noche se convierten en edificios de ladrillos construidos muy juntos.
Sintonizo una canción de Ben Harper y sigo girando, esta vez ampliando el radio de acción. El universo se expande en círculos concéntricos y veo un bazar chino al fondo. Aparco, bajo y compro dos latas de cerveza y media docena de huevos. Al salir, un hombre que empuja un carrito con un bebé me dice que tiene el coche en doble fila unos metros más atrás y que, si no me importa esperarle, mi aparcamiento puede ser el suyo.
La remota posibilidad de hacer feliz a un tipo que empuja un carrito y habla con acento del Medio Oriente me hace pensar que mi deambular nocturno le puede hacer bien a un mundo que se descompone víctima de una ola de crueldad infinita, como si las fuerzas del mal se hubieran desatado dirigidas por algún villano resentido y vengativo.
Subo al coche y pongo las luces de emergencia para que el hombre del bebé me identifique al llegar. Mientras espero, el sonido intermitente del piloto que enciende y apaga la luz amarilla me recuerda al tic tac del reloj de un temporizador. Espero y espero, acunada por intervalos sonoros que calman la furia con la que salí de casa. La vida, vista a través del retrovisor, se me antoja mucho más tranquila y amable y siento un destello de alegría provocado por recuerdos felices de tiempos sin guerras. Pero el tiempo se alarga y el hombre no llega. ¿Habrá tenido problemas con el coche? ¿Con el bebé? ¿Con el carrito? Es complicado plegar los carritos para meterlos en el maletero. Y luego hay que acomodar al niño en el asiento trasero, con todos esos arneses de seguridad que nunca entran a la primera. Sí, será eso, aunque dudo que toda la operación dure los treinta minutos que llevo esperando.
Hay otra posibilidad: que el tipo haya encontrado un hueco más cercano y no se haya molestado en avisarme. Puede que en esta época ya nadie confíe en nadie y el hombre haya dudado de mi palabra. Las latas de cerveza se están calentando y los huevos, con la calefacción puesta, tal vez se estén incubando. Antes de que eclosionen en forma de pollos amarillos, arranco y pongo rumbo a casa.
Lo primero que haré al llegar, me digo, será buscar el teléfono de la Liga de la Justicia. Alguien tiene que reunirlos para que pongan fin de una vez por todas a esta nube de oscuridad que se cierne sobre nosotros.