viernes, 8 de enero de 2021

Confinamientos


Confinamiento 250520

Y para qué vale todo esto, me digo. Y me levanto de la silla para echarle un vistazo al entorno. Me ha servido bien durante estos meses. Confieso que he estado a gusto. Las paredes son blancas, así que sus límites físicos se vuelven translúcidos cuando los miro con los ojos entornados y consigo cierta sensación de amplitud y espacio. Algo así como Jodie Foster en Contact. 
Hay tres ventanas, las tres pintadas de rojo, y dos puertas: una de entrada a la casa y otra de salida al patio. A veces se intercambian los papeles y una se convierte en salida y otra en entrada.
Me he distraído con todo lo que ocurre entre estas cuatro paredes. Son muchas paredes, si lo pienso con detenimiento, porque a mí me vale con tres. Siempre estoy viendo la escena, soy el público del interior de mi casa y no pago por ello. A veces entra alguna mosca, algo que he llegado a considerar un acontecimiento, y la sigo con la mirada, sin molestarla, imaginándome cómo ve ella la vida a través de sus ojos compuestos, sin buena resolución en la lente, pero con gran visión periférica, capaz de detectar los movimientos rápidos que se producen a su alrededor y la polarización de la luz. Hasta que regresa al exterior y se me olvida. Me gusta ese momento previo al olvido. Es una fracción de segundo en la que la lucidez de un pensamiento pequeño y vano se vuelve tan intensa que se puede sentir el fogonazo de la inspiración, blanca y brillante, casi pornográfica. 
Durante estos días he estado a punto  varias veces de escribir el relato definitivo del mundo visto desde el punto de vista de las moscas, pero siempre, indefectiblemente, la iluminación es sustituida por otro pensamiento más vacuo aún, lo que provoca la llegada del olvido. El olvido siempre llega. Y eso es lo que me preocupa: que llegue el olvido definitivo.
También soy el público de lo que sucede fuera. Tengo tres ordenadores en 40 metros cuadrados, una tablet junto a la cama, una radio con altavoces Sony que ya no lee cedés y una tele grande que te cagas. Todo, incluido mi móvil, conectado a internet por fibra óptica. No es que esté precisamente aislada o desconectada del mundo. (He visto el miedo caminar valiente por las calles). Sin olvidar el tiro de cámara que tengo del cielo cuando me tumbo en la hamaca del patio. De noche, si me quedo mirando el tiempo suficiente, veo girar las estrellas en un pequeño ángulo celeste. No es la Cruz del Sur, pero no está mal. Es cielo de verano. Digamos que este pequeño hormiguero en el que vivo me ha aprovisionado de cobijo, calor, descanso, libros por las paredes y en los dispositivos electrónicos, cervezas frescas en la nevera, películas, música infinita, conciertos en directo por streaming, teclados sobre los que escribir y sol bajo el que broncearme. Hasta he charlado con el gato cuando quería recordar cómo suena mi voz.
Ha habido silencio, pero no sé de qué ha servido todo esto, todo este silencio, me digo, si ahora vuelve el ruido y la furia de la gente. Como si no hubiéramos tenido suficiente. 

Confinamiento 281220

Así me quedé el 25 de mayo. Cabreada con cómo iba el mundo. Meses después, tirada como una colilla en los cariñosos brazos de mi sofá de tres al cuarto, hago memoria de los libros que me he metido al cuerpo desde entonces y sonrío. He leído un montón.Como en los viejos tiempos, me digo.  Y decidida a seguir viviendo aventuras me levanto del sofá, me acerco a la puerta roja del patio y asomo la nariz. Hace tanto frío que salir en camiseta no parece una mala idea si lo que una quiere es sentirse viva. 
Decido salir, por supuesto. Hace frío y las hamacas están demasiado húmedas como para sentarme, pero la temperatura del cemento bajo mis pies es tan distópicamente agradable que el cúmulo de contradicciones me obliga a quedarme. 
Y aquí sigo. Mirando el cielo de invierno, que tiene poca prensa, pero que reconforta.

Confinamiento 080121

Vaya defecto el mío el de distraerme con nada, pero lo confieso: el 28 de diciembre se me fue la pinza y me quedé mirando un brillante cielo de invierno, con más estrellas que el de julio, y olvidé lo que quería contar. Otra vez el fenómeno de las moscas que entran casa. 
Hoy, desde luego, no hay mosca que sobreviva a la nevada que, por las horas que lleva cayendo, debe haber congelado ya el infierno. Hay ocho centímetros de nieve en el patio y al gato le da miedo salir a oler su caja de arena. Me cuesta poco ponerme en su lugar si pienso que su pata delantera mide diez. 
El caso es que, desde que he llegado a casa siento la misma fluctuación que sentí en el confinamiento. En el sentido que le da la RAE de "irresolución, indeterminación o duda con que alguien vacila, sin acertar a resolverse". Llevo ya seis horas en casa yendo y viniendo a todas las ventanas y a las puertas que me dejarían entrar y salir de aquí si quisiera. Pero no me decido, porque en cada una de ellas hay un cuento diferente que querría contar. Y cuando parece que hoy tampoco va a ser el día, abro la ventana de la habitación y dejo que entre el aire helado. Hay un paisaje gélido y blanco por el que no pasa nadie. El silencio es igual de blanco y suena como el ruido amortiguado por un colchón de lana. Creo que es hora de ponerme los esquís de fondo y salir a cazar al oso antes de que vuelva a rugir.  

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Welcome back piccola. Se te echaba de menos

MAYTE NAVALES dijo...

Me encanta este relato de la vida cotidiana de nosotras las moscas y me quedo con ansias de leer el relato definitivo del mundo visto desde el punto de vista de las moscas, Muak. Feliz año, amore, feliz nieve, felices ventanas.

Sputmich dijo...

Me gusta ese momento previo al olvido.

Gracia Lacal dijo...

Ese momento en el que pillas la inspiración

Gracia Lacal dijo...

Moscas! Veré lo que puedo hacer, hermana

Gracia Lacal dijo...

Me 2